lunes, 23 de marzo de 2020

Un café solos

Poca gente es consciente de que detrás de todo acontecimiento significativo para la historia de la humanidad suele haber un motivo insignificante. Hay gobiernos que han caído a causa de un simple tropiezo. Hay atentados que han tenido lugar debido a que nadie estaba atento. Hay guerras que han sido declaradas por culpa de una palabra mal acentuada. Hay naciones que han nacido porque nadie se molestó en ponerlas en el mapa. Hay personas que han dejado de hablarse con el único objetivo de llenar sus silencios. Por tanto, no debería extrañarnos que Gabriel Romano, prometedor físico de 36 años, inventara una forma de viajar en el tiempo solo porque quería tomar café con una mujer.

Le llevó años conseguirlo, claro. Viajar hacia delante en el tiempo es relativamente sencillo, solo hace falta sentarse a esperar para obtener resultados, pero volver hacia atrás tiene sus complicaciones. Hubo momentos en los que cualquier otro se habría quedado en blanco al verlo todo negro, noches interminables que se pasaban en un suspiro, cálculos que tendían al infinito, incógnitas que no querían ser despejadas… Nada de esto le importó. No pensó ni por un momento que estuviera perdiendo el tiempo porque sabía que, tarde o temprano, podría recuperarlo.

La característica que diferenció su investigación de otros fracasos precedentes fue que, para él, aquello se había vuelto personal. Su objetivo no era cambiar la historia, sino su historia. Volver a la fecha en la que su camino tomó un desvío provisional que se convertiría en eterno y conseguir cambiar de rumbo. Por egoísta que pueda parecer, ese fue el secreto de su éxito. Cada vez que su mente se creía artista y empezaba a esbozar un gris sentimiento de derrota, la probabilidad de que pudiera volver a verla una vez más lo borraba de golpe. Por mínima que fuera. Su única compañera de trabajo era la esperanza de poder regresar a aquel fatídico día y decirle a la cara lo que realmente sentía, en vez de quedárselo para sí mismo (no estaba acostumbrado a compartir, efecto secundario de ser hijo único). Sabía que unas pocas palabras podían evitar que ella desapareciera para siempre de su vida. Estaba en sus manos. Si tiraba la toalla, nadie la recogería del suelo. Si quería rendir, no podía rendirse. Gracias a esta determinación, logró construir la primera máquina del tiempo.

Por increíble que parezca, lo difícil empezó entonces. Habían pasado tantos años que estaba seguro de que ella no lo iba a reconocer. Se conformaría con volver a conocerla. Tenía un plan para internarse entre su entorno más cercano sin necesidad de empujones. Si todo iba bien, conseguiría formar parte del ecosistema de su vida de forma natural. Durante todo este proceso, no podría encontrarse consigo mismo bajo ningún concepto. Un encuentro de estas características tendría consecuencias catastróficas que pondrían en peligro todo el espacio-tiempo. Además, bastante mal lo pasaba ya cuando se veía por accidente en algún espejo.

Cuando viajó al pasado, el funesto día que marcó su futuro todavía no había tenido lugar. Comenzó a acercarse a ella con cautela, sin saber cómo de largo sería el camino por recorrer o si llegaría a tiempo, como alguien que camina hacia una puesta de sol. Sabía que, en aquellas fechas, había una vacante en el instituto en el que ella trabajaba y consiguió convertirse en el nuevo profesor de Física. Eso le permitió compartir conversaciones diarias con ella en una sala de profesores cada vez más vacía. Le preguntó dos veces si le apetecería tomar un café fuera de horas de trabajo y, en ambas ocasiones, ella rechazó de forma muy educada la invitación. A la tercera, se dio por vencida.

Así que allí estaba él (o, mejor dicho, entonces estaba él), esperándola en una mesa apartada de la cafetería Milán. Un momento transcendental para su existencia disfrazado de aburrida actividad cotidiana. Tras la barra, el dueño de la cafetería le dedicaba una mirada que podría interpretarse de muchas maneras. Todas negativas, por desgracia. No sabía si se debía a que había algo anormal en su aspecto, a que el tamborileo de sus dedos sobre la mesa denotaba un sospechoso nerviosismo o a que todavía no había pedido nada.

Eran las cinco y seis. Debía estar a punto de llegar. Siempre llegaba con siete minutos de retraso. Cuando por fin entró por la puerta, tuvo que resistir el impulso de frotarse los ojos. Los últimos días habían sido un buen entrenamiento para acostumbrarse a que estaba tan guapa y tan triste como la recordaba, pero todavía no se le daba del todo bien llevarlo con naturalidad. Ella también parecía algo nerviosa cuando lo localizó y se dirigió hacia su mesa.

—No podré quedarme mucho rato. Tengo que recoger a mi hijo y mi marido nos espera en casa.

Él se pidió un café solo y ella, un té. Para su sorpresa, no paraba de hablar. Daba la impresión de haber estado necesitando conversar con alguien durante mucho tiempo. A él, sin embargo, solo le salían monosílabos y titubeos.  No podía seguir aplazándolo. Tomó aire y se atrevió a pronunciar varias palabras seguidas en voz alta por primera vez en toda la velada.

—Lo siento, pero no puedo ocultártelo más. Soy yo, Gabriel.

Ella se levantó bruscamente.

—No puede ser. Es imposible.

—Mírame a la cara. Sabes que soy yo. En el fondo, lo has sabido desde el principio. Si no, no te habrías atrevido a venir.

La duda empezó a eclipsar a todas las demás emociones en el rostro de la mujer.

—Dime algo que solo Gabriel pueda saber.

—Sé por qué te pones tanto maquillaje. Sé por qué a veces llevas gafas de sol dentro del instituto. Sé por qué tienes miedo a llegar tarde a casa. Sé que allí te espera el culpable de todo esto. He venido porque no puedes dejar que vuelva a pasar, mamá.

Ella se volvió a sentar, pero se resistía a mirarle a la cara. Toda su atención estaba puesta en su taza de té.

—Pero, es tu padre…

—No te preocupes por eso. Hace tiempo que no me refiero a él por ese nombre. Hay un montón de adjetivos que resultan mucho más apropiados.

Gabriel solo recibió silencio por respuesta. No era nuevo para él. Un buen silencio incómodo nunca le había impedido seguir hablando.

–Créeme cuando te digo que no puede volver a pasar. Mañana por la noche volverá a emborracharse. Y volveréis a discutir. Y volverá a haber un momento en el que no le bastarán las palabras para hacer daño. Pero habrá una diferencia. Esta vez no sobrevivirás. Y todo esto sucederá porque de pequeño no tuve valor para decirte tres palabras.

—¿Cuáles?

—No estás sola.

Una lágrima resbaló por la mejilla de su madre y se hundió en el té.

—Nunca has estado sola y nunca lo estarás. He inventado una máquina del tiempo y he atravesado un mar de décadas para poder decírtelo, así que te puedes imaginar que estoy muy seguro de lo que digo. Todos te apoyaremos si acabas con este sinsentido. No tengas miedo, no le des esa satisfacción. Cuando me recojas del colegio esta tarde, no vuelvas a casa. Puede parecerte una huida, pero no se me ocurre un acto más valiente. Cuenta lo que está pasando y descubrirás que no estás sola en esta batalla. Dar los pasos necesarios para derrotarle será mucho más sencillo si no tienes que cargar con todo el peso tú sola. Puedo asegurarte que no va a ganar. Él sí que no tiene a nadie.

Su madre levantó la vista de la taza y, para sorpresa de Gabriel, no tenía los ojos llenos de lágrimas, sino de decisión. A pesar de la falta de práctica, también pudo esbozar un amago de sonrisa mientras le miraba a los ojos.

—Tienes razón. Llevo semanas buscando el valor para hacerlo y, al final, solo te necesitaba a ti para recordar dónde lo había dejado.

Una sombra de preocupación nubló su recién estrenada sonrisa.

—Aunque esto lo cambiará todo. Puede que el Gabriel resultante de estos nuevos acontecimientos sea muy diferente. Si ya no tiene razones para ello, a lo mejor nunca inventa la máquina del tiempo. La historia se alterará. Como consecuencia, ya no tendrás un futuro al que volver…

—No me importa. Tú tendrás futuro. Con eso me sobra.

Cualquier observador atento y con un nivel básico de conocimientos meteorológicos habría sido capaz de percibir que ahora sí que se avecinaba una inundación en los ojos de su madre.

—Además, no tengo intención de regresar —añadió Gabriel, sacando una abultada libreta de su bolsillo y poniéndola sobre la mesa—. Aquí están los nombres de cientos de mujeres que han pasado por lo mismo que tú. Creo que todas ellas también se merecen la oportunidad que tú has tenido. Me esperan muchos otros cafés en cuanto me acabe este. Si voy a cambiar el mundo, lo cambiaré de verdad.

Hubo otro silencio, pero esta vez no fue nada incómodo. Ya no se debía a que su madre no quisiera responder, sino a que no sabía cómo hacerlo.

—No te puedes imaginar lo orgullosa que estoy de ti.

—En realidad, sí que me lo puedo imaginar. Siento algo parecido cuando pienso en mi madre.

No hubo respuesta. Sí, definitivamente, Gabriel se podría acostumbrar a esta otra clase de silencios. Una lástima que le tocara romperlo a él.

—Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha. Tenemos mucho trabajo por delante.

—Sí, estoy de acuerdo. No tenemos tiempo que perder. Aunque me gustaría pedirte un último favor.

—Lo que quieras.

—Antes de que ambos cambiemos nuestras vidas para siempre, me gustaría tomarme otro té con mi hijo.

Volvió a pedir café, pero esta vez se lo tomó menos solo que nunca.

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