sábado, 17 de junio de 2017

Cita literal

Dicen que el agua es el principal componente del cuerpo humano, pero Ella llevaba varias horas compuesta principalmente por dudas, nervios e inseguridades. Tenía una cita.

No sabía en qué momento le había abierto la puerta al caos, pero estaba claro que había venido a hacerle una visita. Vestidos tirados sobre la cama creando un arco iris accidental, cajas de zapatos desperdigadas por el suelo que necesitarían ayuda psicológica para aceptar que habían perdido sus tapas para siempre, decenas de productos cosméticos componiendo extrañas estructuras arquitectónicas sobre el escritorio…

Y todo por culpa de Él.

Si ya le costaba decidirse por un conjunto que le gustara a sí misma cada día, hacerlo con el objetivo de que le gustara a otra persona… Joder.

Aquella camisa le hacía demasiado gorda. A cambio, Ella no le iba a hacer caso. ¿Qué otra cosa podría ponerse? Ah, sí. El vestido rojo. Llevaba horas atrapada en un ciclo sin fin consistente en coger una prenda del armario, probársela y lanzarla sobre la cama. Solo necesitó ponerse aquel vestido y mirarse en el espejo para darle cierre. No podría explicar la razón, pero estaba segura de que a Él le iba a encantar.

Él. Un amigo de un amigo de una amiga. Un conocido. Palabra que suele significar justamente lo contrario. Aunque no fuera una cita a ciegas del todo, sí podría considerarse una cita a tientas. Habían coincidido en cuatro ocasiones. Y cada vez se preocupaban por coincidir más tiempo y más solos. Habían compartido cuatro conversaciones iniciadas por cuatro excusas. En la última, Él le pidió una cita. No tenía nada que perder. Ella accedió. Puede que tuviera mucho que ganar.

No iba sobrado de atractivo, pero tenía algo. No era demasiado simpático, pero no podía ser más divertido. No era un intelectual, pero podía estar horas dándote buena conversación. No destacaba especialmente, pero era tremendamente especial. Era la conjunción adversativa que Ella buscaba.

Ding, dong.

Y ya había venido a buscarla.

Abrió la puerta y allí estaba Él, con una sonrisa como inmejorable saludo. Arreglado, pero informal. A su espalda, un deportivo negro que ojalá les llevara a lugares más coloridos.

Fue una cita de cuento. Fueron al cine, donde vieron una película, pero sintieron otras cosas. Después, pasearon por un parque al que no prestaron mucha atención. Por último, cenaron a la luz de las velas en un restaurante. Francés, por supuesto. Fue una cita que cualquier escritor despacharía con un solo párrafo en una historia de amor, ansioso por llegar a la siguiente línea, donde las cosas se ponen interesantes.

Las zonas horarias de sus cuerpos debieron de ser víctimas de algún tipo de cambio, porque cuando la dejó en su casa parecía que aquella noche hubiera durado menos de lo habitual. Escenificaron un simulacro de despedida ante la puerta, pero solo hizo falta que Ella le invitara a pasar y tomar algo para suspenderlo. Falsa alarma.

Ahora, Él estaba sentado en el sofá, esperando que Ella volviera de la cocina con un par de copas. Bueno, y esperando muchas otras cosas más, pero respetemos su intimidad.

—Espero que te guste —le dijo Ella cuando por fin apareció, dejando las copas sobre la mesa y sentándose a una distancia nada prudencial de Él.

—Teniendo en cuenta quién me lo ha traído, hay muchas posibilidades.

En ese momento, las copas resultaron totalmente innecesarias. Calmaron su sed con un beso que podría haber durado una eternidad.

Si no fuera porque él lo rompió de forma brusca.

—No puedo seguir con esto.

—Pues a mí me ha parecido que estás bastante capacitado para ello.

­­—No, no, es que… tengo que confesarte algo.

Era la primera vez en toda la velada que no la miraba directamente a la cara. Todo parecía señalar que había adquirido un especial interés por una de las baldosas del suelo y la estaba inspeccionando de forma detallada. Quizá era un gran estudioso del arte de la cerámica.

—Puedes contarme lo que quieras. No me voy a asustar. Ya he visto de todo.

Él levantó la cabeza y volvió a mirarle a los ojos.

—Verás… Soy tu escritor.

Ella soltó una risotada que, con toda probabilidad, no pasó del todo desapercibida para los vecinos.

—Venga ya, solo hemos bebido un poco de vino en la cena y ya empiezas a decir tonterías… Te voy a tener que prohibir que bebas más.

—Sabía que te lo ibas a tomar así. Me temo que lo digo totalmente en serio. Eres un personaje de ficción y yo soy tu creador. Siento ser tan directo, pero esto es un relato corto.

¿Era aquello algún tipo de broma? Una de las cosas que más le gustaba de Él era su sentido del humor, pero no le encontraba la gracia por ninguna parte. Ni el sentido.

Si tenía que guiarse por su rostro, Él creía sin reservas en lo que decía. O era muy buen actor o estaba muy loco. En el primer caso, tendrían una anécdota divertidísima que contar. En el segundo, tardaba en llamar a la policía.

—Vale que cuando llamo a mis padres me invento un poco mi vida, pero de ahí a ser un personaje de ficción…

—Si ni siquiera tienes nombre.

—¿Cómo no voy a tener nombre? Me llamo… Me llamo… Mierda. ¿Cómo me llamo? Parece que a mí también se me ha subido el vino.

—No tienes nombre porque eres una idealización. Te he creado pensando en todo lo que me gusta de las mujeres y después nos he escrito la mejor cita que podía imaginar.

—Vale. Creo que ha llegado el momento de pedirte que te vayas de mi casa, por favor. En serio, ¡fuera de mi casa!

Puede que hubiera elevado un poco el tono voz en esas últimas cuatro palabras. Nada extraño dadas las circunstancias. De hecho, puede que también se hubiera levantado y hubiera abierto la puerta de par en par. El autocontrol estaba muy bien, pero no era para Ella.

—¿Necesitas otra prueba? —preguntó Él, que seguía impasible en el sofá—. Intenta recordar algo anterior a esta noche.

—Recuerdo las otras cuatro veces que nos hemos visto, listillo.

—Intenta recordar algo que no tenga que ver conmigo.

Ella no solía quedarse sin palabras. Siempre tenía algo que decir. Siempre. En aquel instante, 
enmudeció. Cerró la puerta y se sentó en el suelo, ocultando el rostro entre las piernas.

Los siguientes cinco minutos fueron unos claros finalistas a silencio más incómodo de la historia de la humanidad. Lo peor de que te digan la verdad es darte cuenta de lo feliz que eras viviendo una mentira. Solo una pregunta podía acabar con el silencio.

—¿Por qué tenías que decírmelo?

­—Me estaba aprovechando de la situación.

—Sí, bueno, hace un momento a tu lengua no le importaba mucho aprovecharse de la situación…

—Hubiera estado mal. Si sientes algo por mí, no quiero que sea porque lo he escrito. No es culpa tuya ser producto de mi imaginación.

Los ojos de Él eran un río a punto de desbordarse.

—Una pregunta… ¿Estoy basada en hechos reales?

—Es complicado. Eres complicada.

—No soy una idealización, ¿verdad? Soy alguien con nombres y apellidos. Hay alguien ahí fuera que reúne todo lo que te gusta de las mujeres. Y te has enamorado de ella.

Él asintió con la cabeza.

—¿Y qué haces escribiendo esto en vez de diciéndole lo que sientes? —preguntó Ella, levantándose de un salto.

—Supongo que aquí no corro el riesgo de escuchar un no. Aquí puedo escribirlo todo a mi gusto.

—Lo malo de escribir para uno mismo es que, de vez en cuando, todos necesitamos que nos lean.

Ella había vuelto a sentarse a su lado, pero Él no pareció darse cuenta. Se bebió de un trago todo el contenido de su copa. Y su orgullo.

—Soy un cobarde, qué le voy a hacer.

—Pues quizá sea el momento de ser valiente. Acaba con esta historia, pero consigue que haya servido para algo, que toda esta tinta no haya sido malgastada. Búscala y dile lo que sientes. Convierte el punto y final de este relato en un punto y aparte.

—Joder, estás tan bien escrita que a ver quién te lleva la contraria.

—Hay que ver lo ególatras sois los escritores a veces...

Los dos estallaron en carcajadas como volcanes en erupción. Estuvieron varios minutos riéndose. Él fue el primero en parar.

—Solo hay un problema. ¿Qué pasará contigo cuando acabe este relato?

—Pues, con suerte, que nunca tendrás que volver a imaginarme.

—En ese caso, creo que ha llegado el momento de irme.

—Estoy de acuerdo. Muchas gracias por esta noche.

Se dieron un abrazo. Esta vez sí que duró una eternidad.

—Solo una cosa antes de que te vayas. ¿Tengo nombre?

—Te llamas Elia. Trabajas en una cafetería que está a cinco minutos de mi casa. Cada día paso por allí de camino al trabajo. Cada día hago cola para que me preguntes qué quiero tomar. Cada día te pido un café con leche y un sobre de azúcar. Hasta hoy. Hoy te voy a pedir una cita.

­—Muchas gracias.

—¿Por qué?

—Me has dado mucho más de lo que te he pedido, me has dado el final más feliz posible para esta historia.

Punto y aparte.

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