Esta historia, al contrario que muchas otras,
comienza con un fundido a negro. Nos rodea una oscuridad total, la nada más
absoluta. No la nada que uno encuentra cuando va a buscar alguna cosa y no
está, sino la nada producida porque, de hecho, ninguna cosa existe. En medio de
toda esta nada hay un anciano vestido con un traje blanco caminando con ayuda
de un bastón plateado. Lo sigue, pocos pasos por detrás de él, un niño que
también viste de blanco. Parece bastante emocionado. No puede ocultar la
curiosidad que se siente cuando acompañas a tu padre por primera vez a su
trabajo.
—Ya hemos llegado —dijo el anciano, parándose en seco
y apoyando su peso en el bastón. Su voz resonó en el vacío que los rodeaba.
—¿Trabajas aquí, papá?
—Así es. Habrás estado mucho tiempo preguntándote
dónde trabajaba. Y, aún más importante, cuál era mi trabajo. Pues bien, creo que
ya eres lo suficientemente mayor como para aprender los entresijos del negocio
familiar.
Realizó una pequeña pausa mientras pensaba cómo seguir.
—Verás, hijo, soy Dios. Suena demasiado pretencioso,
ya lo sé, pero yo no creé el nombre. Sólo creé a las personas que lo
inventaron. Lo cierto es que no estoy demasiado cómodo con ese término, me veo
obligado a usarlo porque no hay ninguno mejor para referirse a lo que hago. ¿Y
qué hago? Muy sencillo. Creo universos.
El asombro en la cara del niño reflejaba que aquello
que acababa de decir era de todo menos “muy sencillo”.
—De acuerdo, puede que no sea tan sencillo. Tal vez
he empezado demasiado fuerte. Mucha información para asimilar de golpe. Empezaremos por algo fácil. Hoy crearás tu primer planeta. Es lo más básico,
lo hago decenas de veces al día. Sólo tienes que hacer lo que yo diga. ¿Estás
preparado?
—Sí —dijo el niño con un tono de voz que decía
totalmente lo contrario.
—Muy bien. Cierra los ojos. Para poder empezar, sólo
tienes que imaginarte una esfera rocosa. Ahora tienes que recubrir hasta el último
milímetro de su superficie a tu antojo. Puedes usar lo que quieras: montañas,
mares, desiertos, selvas... pero imagínate hasta el último detalle. Imagina lo
altas que deben de parecer las montañas antes de empezar a escalarlas y la
fuerza con la que te da el viento en la cara cuando llegas a su cumbre. Siente
el sabor salado del agua del mar en tu boca. Las gotas de sudor que recorren tu
frente caminando por el desierto. La imposibilidad de silencio en la selva. Es muy importante que
ningún recoveco de la geografía de tu planeta te sea desconocido. Después, sólo
hay que llenar todos esos lugares de vida. Detalla el aspecto de cada especie
en tu cabeza y diseña hasta la última de sus características. Por último, tienes que imaginarte a unos seres distintos
a los demás. Suelo darles un físico parecido al nuestro. Lo que les
diferenciará será que les vas a dar la capacidad de pensar por sí mismos. Una
vez hecho esto, habrás terminado.
—¿Y ahora qué? —preguntó el niño, que se estaba
mordiendo los labios debido al esfuerzo. Largas gotas de sudor le caían por la
frente.
—Ahora sólo tienes que abrir los ojos y mirar la
palma de tu mano.
El niño abrió los ojos y no pudo evitar abrir también la boca. Entre toda aquella inexistencia, un planeta
resplandecía en el centro de su mano. Levantó la mirada y se encontró con el
rostro del anciano sonriéndole.
—La verdad es que no está nada mal para ser tu
primera vez. Demasiado azul para mi gusto. Y con bastantes imperfecciones, pero
creo que sus habitantes tendrán que vivir con ellas. Por supuesto, no lo
podemos dejar aquí en mitad de la nada. Hay un sistema solar cercano que
creé hace unos días al que no le vendría mal un noveno planeta. Seguro que le
encontramos un hueco.
Cogió al niño de la mano que tenía libre y juntos
comenzaron a andar hacia una galaxia en forma de espiral. Poco después, ya habían llegado a su destino. Se
encontraban contemplando cómo ocho planetas orbitaban alrededor de una
estrella.
—Sólo tienes que dejar tu creación entre aquel
planeta rojo y ese otro brillante. Creo que ese será un buen sitio.
El niño no se movió. Tenía el puño firmemente
cerrado alrededor del planeta.
—No quiero. Es mío. Son míos.
El anciano lo miró con tristeza.
—Sabía que esto iba a pasar... Esta es la parte más
difícil del trabajo. Nosotros nos limitamos a crearlos, hijo. Les damos un
planeta y la capacidad de pensar, de valerse por sí mismos. Lo que hagan con
ellos no es cosa nuestra. Sería tremendamente injusto para ellos que hubiera alguien
superior manejando sus destinos. Y sería tremendamente egoísta por nuestra
parte controlar sus vidas. No debemos interferir. Lo que les ocurra a partir de
ahora será únicamente culpa suya. A partir de este momento están solos. Tienes
que dejarles ir. Sólo entonces estarás haciendo bien tu trabajo. Abre tu mano.
El niño lo hizo, con lágrimas en los ojos. El
planeta se alejó, encontrando su lugar en aquel sistema solar. Los dos se
quedaron observándolo en silencio durante un rato.
—Debes haberte sentido muy triste haciendo este
trabajo tú solo durante tanto tiempo, papá.
—Por eso te creé, hijo.
Y, mientras un mundo nuevo nacía ante ellos, el
anciano abrazó al niño.
Ahora era él quien estaba llorando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario