lunes, 2 de febrero de 2015

Extraños en un tren

Alabada sea Renfe. No sólo nos acerca a personas de las que decidimos alejarnos, sino que también retrasa regularmente la salida de todos sus trenes y, así, nos evita ir a la estación con prisas. Inventó el tren de baja velocidad para que pudiéramos disfrutar del paisaje. Desarrolló un vagón silencioso con el único objetivo de contentar al colectivo de los bibliotecarios. Por supuesto, su cruzada por nuestro bienestar no iba a acabar ahí. ¿Habéis oído lo de su última iniciativa?

¡Un vagón entero para ti solo! Ha salido en todos los periódicos. De este modo, el viaje te sale mucho más barato y ellos pueden jactarse de darte un trato personalizado. Aunque, claro, la pela es la pela, y Renfe como ONG deja todavía más que desear que como empresa de transportes.  Esta oferta tiene truco: estás obligado a compartir el vagón contigo. Literalmente. El resto de asientos lo completarán todas las versiones de ti mismo que hayan realizado ese trayecto en algún momento de tu vida. Si cogiste ese tren con diez años o lo cogerás con ochenta, te encontrarás en ese vagón. Lo sé, no parece tener demasiado sentido científicamente hablando, pero las leyes del espacio y, sobre todo, del tiempo nunca le han importado demasiado a Renfe.

Como persona con mucho tiempo libre que soy, decidí ser uno de los primeros en utilizar este peculiar modo de transporte para poder contaros en primicia aquí en el blog qué coño se han fumado estos de los trenes. Debo decir que, en esta ocasión, la web de Renfe funcionó bastante mejor de lo habitual y sólo tardé dos días y medio en poder imprimir el billete. En él se podía leer en letras mayúsculas:

NO SE LEVANTE DE SU ASIENTO EN TODO EL TRAYECTO, NO HABLE CON NINGUNO DE LOS OTROS PASAJEROS Y, SOBRE TODO, NO NOS ROBE LOS AURICULARES.

Me tocó el asiento 21. A tenor del jaleo procedente de las primeras filas, parecía que mi yo niño todavía no había desarrollado la habilidad de estarse quieto.

-¡Que alguien le compre un cómic para que se quede calladito el resto del viaje! -gritó mi edad del pavo desde el asiento 16, con la firme convicción de que los adjetivos “sarcástico”, “irónico” y “maleducado” son sinónimos de “superior”. Aunque cree saberlo todo, aún desconoce que sólo te ríes de verdad cuando no te ríes tú solo.

Lo cierto es que, a estas alturas, ese niñato me da bastante igual. Para qué mentir, todo mi interés estaba en las filas de atrás, las que se suponía que no me podía levantar para ver porque en ellas estaban sentadas personas a las que se suponía que no podía hablar.

Todos conocemos una ley no escrita: “El revisor nunca pasa cuando se le necesita”. A pesar de ser bastante escéptico respecto a todo en general y las leyes en particular, desarrollé rápidamente una fuerte creencia en ella. Decidí abandonar mi asiento y echar un pequeño vistazo. Si alguien preguntaba, le diría que tenía que ir al aseo (lugar que probablemente necesitaría visitar si me pillaban). Por supuesto, me llevé los auriculares. Si rompo las normas, las rompo del todo.

Mirando de reojo a los demás pasajeros pude apreciar cómo el pelo iba desapareciendo y el peso iba aumentando conforme pasaban las filas. Hasta llegar al último pasajero, una figura solitaria al final del vagón. No pude evitarlo. Me senté a su lado. Entendedme, a todos nos gusta que una historia nos sorprenda, pero seguro que no soy el primero que intenta echarle un vistazo de refilón a la última página del libro.

Allí, en el asiento 87, me encontré cara a cara con… el revisor.

-Tranquilo. No eres el primero. Para bien o para mal, todos los pasajeros del vagón tenéis algo en común. Ponga lo que ponga en el billete, en realidad ninguno sabe dónde va este tren.

Y, como siempre que se ponen las cosas interesantes, en ese momento llegué a mi parada.

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