Alabada sea Renfe. No sólo nos acerca a personas de
las que decidimos alejarnos, sino que también retrasa regularmente la salida de
todos sus trenes y, así, nos evita ir a la estación con prisas. Inventó el tren
de baja velocidad para que pudiéramos disfrutar del paisaje. Desarrolló un
vagón silencioso con el único objetivo de contentar al colectivo de los
bibliotecarios. Por supuesto, su cruzada por nuestro bienestar no iba a acabar
ahí. ¿Habéis oído lo de su última iniciativa?
¡Un vagón entero
para ti solo! Ha salido en todos los periódicos. De este modo, el
viaje te sale mucho más barato y ellos pueden jactarse de darte un trato
personalizado. Aunque, claro, la pela es la pela, y Renfe como ONG deja todavía
más que desear que como empresa de transportes. Esta oferta tiene truco: estás obligado a compartir
el vagón contigo. Literalmente. El resto de asientos lo completarán todas las
versiones de ti mismo que hayan realizado ese trayecto en algún momento de tu
vida. Si cogiste ese tren con diez años o lo cogerás con ochenta, te
encontrarás en ese vagón. Lo sé, no parece tener demasiado sentido
científicamente hablando, pero las leyes del espacio y, sobre todo, del tiempo
nunca le han importado demasiado a Renfe.
Como persona con mucho tiempo libre que soy, decidí
ser uno de los primeros en utilizar este peculiar modo de transporte para poder
contaros en primicia aquí en el blog qué coño se han fumado estos de los
trenes. Debo decir que, en esta ocasión, la web de Renfe funcionó bastante
mejor de lo habitual y sólo tardé dos días y medio en poder imprimir el
billete. En él se podía leer en letras mayúsculas:
NO SE LEVANTE DE SU ASIENTO EN TODO
EL TRAYECTO, NO HABLE CON NINGUNO DE LOS OTROS PASAJEROS Y, SOBRE TODO, NO NOS
ROBE LOS AURICULARES.
Me tocó el asiento 21. A tenor del jaleo procedente
de las primeras filas, parecía que mi yo niño todavía no había desarrollado la
habilidad de estarse quieto.
-¡Que alguien le compre un cómic para que se quede
calladito el resto del viaje! -gritó mi edad del pavo desde el asiento 16, con
la firme convicción de que los adjetivos “sarcástico”, “irónico” y “maleducado”
son sinónimos de “superior”. Aunque cree saberlo todo, aún desconoce que sólo te
ríes de verdad cuando no te ríes tú solo.
Lo cierto es que, a estas alturas, ese niñato me da
bastante igual. Para qué mentir, todo mi interés estaba en las filas de atrás,
las que se suponía que no me podía levantar para ver porque en ellas estaban
sentadas personas a las que se suponía que no podía hablar.
Todos conocemos una ley no escrita: “El revisor nunca
pasa cuando se le necesita”. A pesar de ser bastante escéptico respecto a todo
en general y las leyes en particular, desarrollé rápidamente una fuerte
creencia en ella. Decidí abandonar mi asiento y echar un pequeño vistazo. Si
alguien preguntaba, le diría que tenía que ir al aseo (lugar que probablemente
necesitaría visitar si me pillaban). Por supuesto, me llevé los auriculares. Si
rompo las normas, las rompo del todo.
Mirando de reojo a los demás pasajeros pude apreciar
cómo el pelo iba desapareciendo y el peso iba aumentando conforme pasaban las
filas. Hasta llegar al último pasajero, una figura solitaria al final del vagón.
No pude evitarlo. Me senté a su lado. Entendedme, a todos nos gusta que una
historia nos sorprenda, pero seguro que no soy el primero que intenta echarle un
vistazo de refilón a la última página del libro.
Allí, en el asiento 87, me encontré cara a cara con…
el revisor.
-Tranquilo. No eres el primero. Para bien o para
mal, todos los pasajeros del vagón tenéis algo en común. Ponga lo que ponga en
el billete, en realidad ninguno sabe dónde va este tren.
Y, como siempre que se ponen las cosas interesantes,
en ese momento llegué a mi parada.
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