Me da miedo volar.
Y no, no es por el hecho de volar en sí. ¿A quién no
le gusta sentirse superior? A diez mil metros de altura hay muy pocas personas
por encima de ti. Y las de abajo… He visto pelusas más grandes en pisos de
estudiantes. Estáis leyendo a alguien que lleva años comprando bebidas
energéticas para ver si algún día hay suerte y, en vez de darme hiperactividad,
me dan alas. No, seguro que no es por eso.
Y no, los
aviones no tienen nada que ver. No me agobia estar atrapado durante horas en
las tripas de una ballena de metal. No me agobia el ínfimo espacio entre
asientos en el que se supone que tengo que encajar mis casi dos metros de
cuerpo. No me agobia que el único silencio permitido sea el ruido constante de
un motor. ¿Por qué? Porque ese estado de incomodidad voluntaria me impide
pensar. No hay nada más peligroso para un ser humano que tener tiempo para
pensar en profundidad. Y este vuelo es transatlántico. No, seguro que no es por
eso.
Y no, tampoco es por las azafatas. Puedo comprender
que haya gente a la que le resulta molesto que alguien esté pendiente todo el
rato de ellos. Yo también he tenido madre. Sin embargo, entended que, a estas
alturas, para algunos es la única manera de que una chica atractiva nos preste
atención durante unas horas. Y que siempre me han gustado los uniformes. No,
seguro que no es por eso.
Y no, ni siquiera es por los accidentes. Todos
sabemos que el transporte aéreo es el más seguro. Vale, la probabilidad de que
algo vaya mal siempre está ahí. Pero, ¿sabéis qué? Estoy harto de guiar mi vida
por probabilidades. He decidido que ninguno de mis tiempos verbales volverá a
ser condicional. Espero que sea indicativo. Quiero ser lo más improbable
posible. No, seguro que no es por eso.
No.
Es por los aeropuertos.
La vida está llena de aeropuertos.
Estamos en un transbordo constante. Sin nada que
declarar. Despojándonos durante un rato de lo que nos caracteriza para que no
nos pite el detector de verdades. Rematando las horas muertas en tiendas libres
de impuestos pero llenas de supuestos. Quitando cosas del equipaje de mano para
que no nos pese demasiado. Contemplando con cierta envidia cómo otros despegan.
En busca de una puerta de embarque que nadie nos indica hasta que es demasiado
tarde. A punto de coger un vuelo que igual se retrasa que se va sin nosotros, que
lo mismo nos lleva a un lugar paradisíaco que nos deja en el país equivocado.
Última llamada para pasajeros con destino incierto.
Cada día vuelve a tocar coger un avión.
Y vuelvo a tener miedo.
Y empiezo a comprender por qué.
Lo que me da miedo de volar es volver a poner los
pies en el suelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario