El joven había intentado no dormirse, pero su padre
tuvo que despertarlo cuando dieron las doce.
Hay una cosa que tenéis que saber sobre el padre antes de seguir leyendo: era tremendamente impaciente. No estuvo dispuesto a aguantar nueve meses de embarazo y acabó teniendo un hijo prematuro, no le dirigió más que silencios hasta que pronunció su primera palabra y para que aprendiera a andar lo dejó en una gasolinera con una brújula y un mapa. Irónicamente, su mujer lo abandonó porque ya no sabía qué esperar de él.
Por supuesto, no iba a consentir que su hijo
cumpliera la mayoría de edad y todavía no fuera un nombre hecho y derecho. Así
que a las doce en punto se lo llevó al mercado negro. Allí donde cualquiera con
un interés sustantivo podía encontrar lo que buscaba, donde se reunían
traficantes de nombres propios y ajenos. En ningún otro lugar del planeta se
puede conseguir prestigio al peso, denominadores poco comunes y apelativos
paliativos de una manera tan fácil. Ni tan cara.
El joven entró en el mercado negro sin denominación
de origen y salió con una reputación hecha a medida. Muchas gracias, papá, tira
el tique, que me va como un guante.
Durante años, el joven pudo vivir del nombre que le
había dado su padre. Incluso tras el
fallecimiento de este último, impaciente por saber qué había detrás de la
muerte. Pero cuando por fin se jubiló, no volvió a usarlo nunca más. Unos
dijeron que estaba loco, otros que su uso le pesaba demasiado en la conciencia.
Al fin y al cabo, aquel renombre del que disfrutaba era ilegal. Hacerte un
nombre no sirve de nada si no te lo has escrito tú.
Nunca volvió a ser el mismo, pero por fin era él
mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario