domingo, 11 de marzo de 2012

El tiempo en sus manos

La puerta de la tienda se abrió haciendo ese ruido que hacen las puertas de las tiendas cuando un cliente interesante está a punto de entrar. Un niño regordete (en el uso más eufemístico de la palabra) entró acompañado de su trajeado y probablemente rico padre. La vieja dependienta esbozó una sonrisa. Como si aquel fuera el primer niño mimado que había entrado en su tienda.

-Buenas. ¿Qué desean?

El niño iba de un lado a otro observando con curiosidad los relojes de arena que se encontraban distribuidos por toda la tienda. En cada uno de ellos la arena se deslizaba a una velocidad diferente. El padre, sin embargo, se dirigió directamente hacia el mostrador y no cambió ni un ápice su seria expresión.

-Es el cumpleaños de mi hijo y por lo visto no ha tenido bastante con sus veintidós regalos. Quiere uno de los artículos por los que esta tienda es famosa. Un reloj que haga que el tiempo pase más rápido.

-No quiero tener que esperar nunca más.

El padre suspiró.

-No quiere tener que esperar nunca más.

-Pues me temo que nuestra fama está equivocada. Los artículos que vendemos aquí sirven para que el tiempo pase más lento. Con ayuda de nuestros relojes se puede saborear cada momento, convertirlo en interminable hasta que termina. Exprimir hasta el último segundo.

La desilusión (¿y el miedo?) se podía leer en la cara del padre. Volvió su cabeza hacia su hijo. El niño tenía una expresión de asco tan perfecta que parecía ensayada.

-No me gusta.

Se dio media vuelta y salió por la puerta dando un portazo. El padre volvió a suspirar (parecía que estaba dolorosamente acostumbrado a hacerlo). La dependienta le dio un minúsculo paquete.

-Llévese esto como obsequio por su visita. Es un pequeño reloj. Estoy segura de que le vendrá bien en los momentos de paz que le deje su hijo.

Por un momento, la tensión desapareció del rostro del padre y dio paso al agradecimiento. Pero la tensión regresó cuando se dio cuenta de que su hijo se acababa de marchar y debía ir tras él.

La dependienta se quedó sola, acompañada únicamente del sonido de la arena de los relojes deslizándose. La sonrisa seguía dibujada en su rostro. Pero esta vez era sincera.

Le dio la vuelta a uno de los relojes del mostrador y saboreó aquel momento.

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