Poca
gente es consciente de que detrás de todo acontecimiento significativo para la historia
de la humanidad suele haber un motivo insignificante. Hay gobiernos que han
caído a causa de un simple tropiezo. Hay atentados que han tenido lugar debido
a que nadie estaba atento. Hay guerras que han sido declaradas por culpa de una
palabra mal acentuada. Hay naciones que han nacido porque nadie se molestó en
ponerlas en el mapa. Hay personas que han dejado de hablarse con el único
objetivo de llenar sus silencios. Por tanto, no debería extrañarnos que Gabriel
Romano, prometedor físico de 36 años, inventara una forma de viajar en el
tiempo solo porque quería tomar café con una mujer.
Le
llevó años conseguirlo, claro. Viajar hacia delante en el tiempo es
relativamente sencillo, solo hace falta sentarse a esperar para obtener
resultados, pero volver hacia atrás tiene sus complicaciones. Hubo momentos en
los que cualquier otro se habría quedado en blanco al verlo todo negro, noches
interminables que se pasaban en un suspiro, cálculos que tendían al infinito, incógnitas
que no querían ser despejadas… Nada de esto le importó. No pensó ni por un
momento que estuviera perdiendo el tiempo porque sabía que, tarde o temprano,
podría recuperarlo.
La
característica que diferenció su investigación de otros fracasos precedentes
fue que, para él, aquello se había vuelto personal. Su objetivo no era cambiar
la historia, sino su historia. Volver a la fecha en la que su camino tomó un
desvío provisional que se convertiría en eterno y conseguir cambiar de rumbo.
Por egoísta que pueda parecer, ese fue el secreto de su éxito. Cada vez que su
mente se creía artista y empezaba a esbozar un gris sentimiento de derrota, la
probabilidad de que pudiera volver a verla una vez más lo borraba de golpe. Por
mínima que fuera. Su única compañera de trabajo era la esperanza de poder
regresar a aquel fatídico día y decirle a la cara lo que realmente sentía, en
vez de quedárselo para sí mismo (no estaba acostumbrado a compartir, efecto
secundario de ser hijo único). Sabía que unas pocas palabras podían evitar que
ella desapareciera para siempre de su vida. Estaba en sus manos. Si tiraba la
toalla, nadie la recogería del suelo. Si quería rendir, no podía rendirse. Gracias
a esta determinación, logró construir la primera máquina del tiempo.
Por
increíble que parezca, lo difícil empezó entonces. Habían pasado tantos años
que estaba seguro de que ella no lo iba a reconocer. Se conformaría con volver
a conocerla. Tenía un plan para internarse entre su entorno más cercano sin
necesidad de empujones. Si todo iba bien, conseguiría formar parte del ecosistema
de su vida de forma natural. Durante todo este proceso, no podría encontrarse
consigo mismo bajo ningún concepto. Un encuentro de estas características
tendría consecuencias catastróficas que pondrían en peligro todo el
espacio-tiempo. Además, bastante mal lo pasaba ya cuando se veía por accidente
en algún espejo.
Cuando
viajó al pasado, el funesto día que marcó su futuro todavía no había tenido
lugar. Comenzó a acercarse a ella con cautela, sin saber cómo de largo sería el
camino por recorrer o si llegaría a tiempo, como alguien que camina hacia una
puesta de sol. Sabía que, en aquellas fechas, había una vacante en el instituto
en el que ella trabajaba y consiguió convertirse en el nuevo profesor de Física.
Eso le permitió compartir conversaciones diarias con ella en una sala de
profesores cada vez más vacía. Le preguntó dos veces si le apetecería tomar un
café fuera de horas de trabajo y, en ambas ocasiones, ella rechazó de forma muy educada la invitación. A la tercera, se dio por vencida.
Así
que allí estaba él (o, mejor dicho, entonces estaba él), esperándola en una
mesa apartada de la cafetería Milán. Un momento transcendental para su
existencia disfrazado de aburrida actividad cotidiana. Tras la barra, el dueño
de la cafetería le dedicaba una mirada que podría interpretarse de muchas
maneras. Todas negativas, por desgracia. No sabía si se debía a que había
algo anormal en su aspecto, a que el tamborileo de sus dedos sobre la mesa
denotaba un sospechoso nerviosismo o a que todavía no había pedido nada.
Eran
las cinco y seis. Debía estar a punto de llegar. Siempre llegaba con siete
minutos de retraso. Cuando por fin entró por la puerta, tuvo que resistir el
impulso de frotarse los ojos. Los últimos días habían sido un buen
entrenamiento para acostumbrarse a que estaba tan guapa y tan triste como la
recordaba, pero todavía no se le daba del todo bien llevarlo con naturalidad.
Ella también parecía algo nerviosa cuando lo localizó y se dirigió hacia su
mesa.
—No
podré quedarme mucho rato. Tengo que recoger a mi hijo y mi marido nos espera
en casa.
Él
se pidió un café solo y ella, un té. Para su sorpresa, no paraba de hablar.
Daba la impresión de haber estado necesitando conversar con alguien durante
mucho tiempo. A él, sin embargo, solo le salían monosílabos y titubeos. No podía seguir aplazándolo. Tomó aire y se
atrevió a pronunciar varias palabras seguidas en voz alta por primera vez en
toda la velada.
—Lo
siento, pero no puedo ocultártelo más. Soy yo, Gabriel.
Ella
se levantó bruscamente.
—No
puede ser. Es imposible.
—Mírame
a la cara. Sabes que soy yo. En el fondo, lo has sabido desde el principio. Si
no, no te habrías atrevido a venir.
La
duda empezó a eclipsar a todas las demás emociones en el rostro de la mujer.
—Dime
algo que solo Gabriel pueda saber.
—Sé
por qué te pones tanto maquillaje. Sé por qué a veces llevas gafas de sol
dentro del instituto. Sé por qué tienes miedo a llegar tarde a casa. Sé que
allí te espera el culpable de todo esto. He venido porque no puedes dejar que
vuelva a pasar, mamá.
Ella
se volvió a sentar, pero se resistía a mirarle a la cara. Toda su atención
estaba puesta en su taza de té.
—Pero,
es tu padre…
—No
te preocupes por eso. Hace tiempo que no me refiero a él por ese nombre. Hay un
montón de adjetivos que resultan mucho más apropiados.
Gabriel
solo recibió silencio por respuesta. No era nuevo para él. Un buen silencio
incómodo nunca le había impedido seguir hablando.
–Créeme
cuando te digo que no puede volver a pasar. Mañana por la noche volverá a
emborracharse. Y volveréis a discutir. Y volverá a haber un momento en el que
no le bastarán las palabras para hacer daño. Pero habrá una diferencia. Esta
vez no sobrevivirás. Y todo esto sucederá porque de pequeño no tuve valor para
decirte tres palabras.
—¿Cuáles?
—No
estás sola.
Una
lágrima resbaló por la mejilla de su madre y se hundió en el té.
—Nunca
has estado sola y nunca lo estarás. He inventado una máquina del tiempo y he
atravesado un mar de décadas para poder decírtelo, así que te puedes imaginar
que estoy muy seguro de lo que digo. Todos te apoyaremos si acabas con este
sinsentido. No tengas miedo, no le des esa satisfacción. Cuando me recojas del
colegio esta tarde, no vuelvas a casa. Puede parecerte una huida, pero no se me
ocurre un acto más valiente. Cuenta lo que está pasando y descubrirás que no
estás sola en esta batalla. Dar los pasos necesarios para derrotarle será mucho
más sencillo si no tienes que cargar con todo el peso tú sola. Puedo asegurarte
que no va a ganar. Él sí que no tiene a nadie.
Su
madre levantó la vista de la taza y, para sorpresa de Gabriel, no tenía los ojos llenos de lágrimas, sino de decisión. A pesar de la falta de práctica,
también pudo esbozar un amago de sonrisa mientras le miraba a los ojos.
—Tienes
razón. Llevo semanas buscando el valor para hacerlo y, al final, solo te
necesitaba a ti para recordar dónde lo había dejado.
Una
sombra de preocupación nubló su recién estrenada sonrisa.
—Aunque
esto lo cambiará todo. Puede que el Gabriel resultante de estos nuevos
acontecimientos sea muy diferente. Si ya no tiene razones para ello, a lo mejor
nunca inventa la máquina del tiempo. La historia se alterará. Como consecuencia,
ya no tendrás un futuro al que volver…
—No
me importa. Tú tendrás futuro. Con eso me sobra.
Cualquier
observador atento y con un nivel básico de conocimientos meteorológicos habría
sido capaz de percibir que ahora sí que se avecinaba una inundación en los ojos
de su madre.
—Además,
no tengo intención de regresar —añadió Gabriel, sacando una abultada libreta de
su bolsillo y poniéndola sobre la mesa—. Aquí están los nombres de cientos de
mujeres que han pasado por lo mismo que tú. Creo que todas ellas también se
merecen la oportunidad que tú has tenido. Me esperan muchos otros cafés en
cuanto me acabe este. Si voy a cambiar el mundo, lo cambiaré de verdad.
Hubo
otro silencio, pero esta vez no fue nada incómodo. Ya no se debía a que su
madre no quisiera responder, sino a que no sabía cómo hacerlo.
—No
te puedes imaginar lo orgullosa que estoy de ti.
—En
realidad, sí que me lo puedo imaginar. Siento algo parecido cuando pienso en mi
madre.
No
hubo respuesta. Sí, definitivamente, Gabriel se podría acostumbrar a esta otra
clase de silencios. Una lástima que le tocara romperlo a él.
—Bueno,
será mejor que nos pongamos en marcha. Tenemos mucho trabajo por delante.
—Sí,
estoy de acuerdo. No tenemos tiempo que perder. Aunque me gustaría pedirte un
último favor.
—Lo
que quieras.
—Antes
de que ambos cambiemos nuestras vidas para siempre, me gustaría tomarme otro té
con mi hijo.
Volvió
a pedir café, pero esta vez se lo tomó menos solo que nunca.
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