Una gota de agua en el desierto. No habría mejor definición para el Estado Líquido, la capital de un mundo formado por tres cuartas partes de tierra. Una ciudad de agua rodeada de océanos de arena, donde las dunas se estrellaban contra la costa, las playas eran de hielo y los ríos estaban hechos de piedra. Un lugar donde lo imposible era el oxígeno de sus habitantes, los Acuáticos.
Los Acuáticos eran muy afortunados. No sólo por haber nacido en el Estado Líquido, depósito de la materia más valiosa de la tierra, sino porque la sangre que corría por sus venas era también incolora, inodora e insípida. Constituían, sin ningún tipo de duda, la raza dominante en aquel globo desértico. Más que nada, porque no existía ninguna otra clase de organismo con vida más allá de sus fronteras. O, al menos, esa era la versión oficial que mantenían las autoridades de la ciudad.
Como sucede con todas las versiones
oficiales, cualquier parecido con la realidad era pura indecencia. Hacía años
que llegaban a las costas del Estado Líquido pequeñas embarcaciones de cuatro
ruedas procedentes del exterior. Sus pobres tripulaciones estaban compuestas
por Flamígeros procedentes de Tierras Ígneas que tenían como único capitán el
deseo de una vida mejor.
Los Flamígeros eran un pueblo de sangre
caliente, con una cierta propensión a arder. Habitaban los vastos desiertos que
rodeaban el Estado Líquido, dispersados en diferentes tribus nómadas. Su piel
era inflamable y, debido a su pobre nivel de vida, nadie debería culparlos por
encenderse con facilidad. Como el lector más avispado podrá imaginar, una raza
tan fogosa no iba a quedarse de brazos cruzados ante las difíciles condiciones
que debía afrontar por el mero hecho de nacer en el lugar equivocado. El Estado
Líquido era su Tierra Prometida. El destino de largas travesías por el desierto
que sólo los más valientes se atrevían a realizar. Un paraíso donde les
esperaba la felicidad y que no querrían abandonar nunca. Sólo así se explicaba
que ninguno de los valientes hubiera vuelto.
Por desgracia, la realidad era muy
distinta. Las autoridades del Estado Líquido habían ocultado la existencia de
los Flamígeros a sus habitantes, temerosos, como buenos gobernantes que eran,
de que sus ciudadanos supieran más de lo necesario. Los cuerpos de seguridad se
encargaban de interceptar las embarcaciones antes de que llegaran a la costa y
cualquiera pudiera apreciar su presencia. En cuanto a los Flamígeros que iban
dentro… Bueno, digamos que el gobierno se encargó de apagar esos fuegos.
Dadas las circunstancias, sólo hacía
falta una pequeña llama para encender la mecha que haría saltar todo por los
aires. Precisamente, Llama era el nombre del Flamígero que lo cambiaría todo.
Llama era el único miembro de su familia que había sobrevivido a las hostiles condiciones de vida que se daban en el exterior. De todos sus seres queridos sólo quedaban cenizas. La única herencia que recibió fue una misión. No se le legó ningún tipo de presente, sino un futuro. Debía llegar al Estado Líquido y conseguir que el sacrificio de su familia hubiera servido para algo. Si era preciso cruzar el desierto a nado para lograrlo, tragaría toda la arena que hiciera falta. Su determinación de llegar nadando a la Tierra Prometida, que algunos tildarían de temeraria, acabaría propiciando que no fuera detectado por los descontrolados controles de seguridad del Estado Líquido, que ya sólo esperaban las acostumbradas embarcaciones. También fue la culpable de que, tras meses de travesía, llegara a la costa de la ciudad inconsciente, arrastrado por las dunas. Afortunadamente, no era el único que estaba incumpliendo la ley en aquellos instantes. Ha llegado el momento de presentaros a Gota.
Llama era el único miembro de su familia que había sobrevivido a las hostiles condiciones de vida que se daban en el exterior. De todos sus seres queridos sólo quedaban cenizas. La única herencia que recibió fue una misión. No se le legó ningún tipo de presente, sino un futuro. Debía llegar al Estado Líquido y conseguir que el sacrificio de su familia hubiera servido para algo. Si era preciso cruzar el desierto a nado para lograrlo, tragaría toda la arena que hiciera falta. Su determinación de llegar nadando a la Tierra Prometida, que algunos tildarían de temeraria, acabaría propiciando que no fuera detectado por los descontrolados controles de seguridad del Estado Líquido, que ya sólo esperaban las acostumbradas embarcaciones. También fue la culpable de que, tras meses de travesía, llegara a la costa de la ciudad inconsciente, arrastrado por las dunas. Afortunadamente, no era el único que estaba incumpliendo la ley en aquellos instantes. Ha llegado el momento de presentaros a Gota.
Todos los Acuáticos tenían
terminantemente prohibido bañarse en las playas congeladas de noche, pero Gota
no estaba interesada en ser como todos los Acuáticos. Iba a contracorriente. Su
propósito en la vida no era convertirse en otro miembro intercambiable de la
uniforme multitud. Las únicas leyes que respetaba eran no creerse todo lo que
oía y no acatar ninguna orden sin rechistar al menos una vez. Tenía un defecto
congénito: la curiosidad. Para celebrar su pequeña parcela de libertad dentro
de aquella prisión de mediocridad, cada madrugada se sumergía desnuda en la
arena cuando el mar estaba desierto. Siempre se había preguntado cómo
reaccionaría si aparecía alguna otra persona en la playa. Aquella noche podría
averiguarlo.
Dadas las circunstancias, Llama estaba
algo apagado. Aun así, el fuerte rojo de su piel anunciaba que no era otro
Acuático azulado más. De todos modos, cuando Gota encontró su cuerpo inerte en
la orilla, el color de su piel le importó bastante poco. Decidió acogerlo en su
casa hasta que mejorara. Tenía espacio, tiempo y ganas de sobra. Y, sobre todo,
no tenía excusa.
Aquella fue la primera vez que se
vieron, pero sería durante los días que él pasó recuperándose junto a ella
cuando se conocerían de verdad.
Compartieron largas jornadas conversando
acerca de sus culturas, descubriendo los secretos de pueblos que hasta ese
momento ni siquiera habían sabido que existían. Se entendieron a la perfección,
fundando una nueva lengua de la que eran los únicos hablantes. Aprendieron el
uno del otro más de lo que nunca habrían podido aprender solos. Y, de manera
nada sorprendente, se enamoraron. Puede que los dos fueran demasiado tercos
como para reconocerlo, pero podéis fiaros de mí. Al fin y al cabo, soy un
narrador omnisciente.
La razón por la que no se atrevían a
expresar sus sentimientos en voz alta estaba bien clara: nunca podrían consumar
su amor sin consumirse.
Mientras tanto, las autoridades recibían
cada vez más información sobre sucesos extraños en casa de Gota. Los informes
de vecinos que afirmaban haber vislumbrado un intruso carmesí en su vivienda
hicieron que se tomaran en serio el testimonio de un viejo pescador de
escorpiones que afirmaba haber visto a una joven llevarse a cuestas un cuerpo
escarlata de una playa congelada. Decidieron que había que acabar con aquel
problema. Era la primera vez que una Acuática se veía envuelta en un asunto de
estas características, pero, ¿qué importaban dos vidas frente a la seguridad de
toda una nación?
El día en el que se cumplían tres meses
desde la llegada de Llama, una patrulla de la Policía Húmeda se presentó en
casa de Gota. Aunque sus intenciones fueran desconocidas, con un simple vistazo
a sus rostros podía deducirse que no eran ni remotamente amistosas. La heterogénea
pareja intentó escapar saliendo por la ventana y subiendo la escalera de
inundaciones. En cuanto puso un pie en la terraza, Llama recibió un fuerte
puñetazo.
—Supongo que los Flamígeros no tienen ni
idea de lo que es un ascensor –gruñó el jefe de la patrulla, autor orgulloso
del golpe.
Les estaban esperando en la azotea. No
había escapatoria posible. Sin pensarlo demasiado, subieron a la cornisa, se
cogieron de la mano, y contemplaron el vacío ante ellos.
—No hagan nada de lo que después puedan
arrepentirse —les gritó el jefe.
Llama y Gota decidieron hacerle caso. Se
abrazaron y se fundieron en un beso. Él ardió en llamas, ella se desbordó. De
sus cuerpos quedó sólo vapor, que ascendió hasta mezclarse con las nubes.
¿Fin?
No.
Sólo el principio.
La historia de Gota y Llama se extendió
por todo el Estado Líquido y mucho más allá. Cada vez más Flamígeros
atravesaban las fronteras de la capital y cada vez más Acuáticos los acogían en
sus casas. A modo de protesta, muchos se evaporaron en abrasadores abrazos como
homenaje a la ahora mítica pareja que lo comenzó todo. Estas combustiones nada
espontáneas se multiplicaron por toda la ciudad, dejando al gobierno sin nadie
al que gobernar.
Sobre el Estado Líquido se formó un
nuevo país poblado por los Gases Nobles, las volátiles nuevas formas de vida
que originaban las combustiones. La Nación de las Nubes. Un país donde todos
estaban a la misma altura y a aquellos que se creían superiores se los llevaba
el viento. Un país donde no había más separación que la de los átomos de sus
habitantes. Un país donde todos eran iguales fueran cuales fueran sus
diferencias.
No había agua en el mundo capaz de apagar ese fuego.
No había agua en el mundo capaz de apagar ese fuego.
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